Me gustan los libros usados, porque, en una de esas, encuentras parte de la historia del personaje anónimo que los tuvo en sus manos antes que tú.
Hace un tiempo amasé una pequeña fortuna, consistente en unos cuantos billetes de moneda colombiana que ya no cambié luego de visitar el país; así como un colorido billete más, de 10 dólares de Hong Kong, que me regalaron en Panamá.
A falta de banco, deposité despreocupadamente mi fortuna entre las hojas de un ejemplar de alguna novela de Emile Zola. Aunque no recuerdo qué novela era exactamente, el libro pertenecía a la serie de los Rougon Macquart, encuadernado en pasta dura de color rojo.
No sé en qué momento perdí ese libro; y a veces aún tengo la esperanza de recuperarlo en algún tiradero de usados.
Mejor que eso: espero que el personaje anónimo que lo llegue a tener (me ilusiona la idea de algún poseedor, más que la de imaginarlo empolvado en un estante) le otorgue algún significado a esa pequeña fortuna extraviada; o incluso, fabrique una divertida historia acerca del origen del hallazgo.
Me pregunto si la vida tendría el mismo encanto sin las historias entrecruzadas que permanecen dentro de esos libros itinerantes, que llevan plasmado mucho más que letras, mucho más que la propia inventiva del autor...